La crisis humanitaria que enfrenta Venezuela y las dificultades en Colombia para atender el ingreso masivo de migrantes ha llevado a que menores de edad venezolanos se vean obligados a trabajar para sobrevivir y ayudar a sus familias. En medio de esa necesidad, son explotados y expuestos a situaciones de alto riesgo como maltratos y abusos y acechados por organizaciones criminales a ambos lados de la frontera.
Por La Liga Contra el Silencio
Eduardo*, de 13 años, es alegre y conversador. Tiene una actitud atrevida, sin miedo. Es moreno y pequeño, por eso parece menor. A mediados de 2019 Eduardo recorrió junto a su hermano Esteban –que entonces tenía 16 años–, los 687 kilómetros que separan a Valencia, su ciudad en Venezuela, de Cúcuta, sobre la frontera colombiana. Un recorrido de más de diez horas en bus para llegar al barrio Juan Atalaya, donde ya estaban instalados sus padres y sus otros hermanos, un chico de 19 y una niña de 9 años.
Su papá emigró a Norte de Santander en 2018. Su mamá se fue meses después. Lo hicieron obligados por la crisis económica, social y política que atraviesa Venezuela, y que ha expulsado a más de 5,9 millones de sus habitantes en los últimos años como migrantes y refugiados, según datos de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), impulsada por la ACNUR y la OIM, dos agencias de la ONU.
A Eduardo le gusta vestir de franela, short y zapatos para sobrellevar las altas temperaturas y para practicar fútbol cerca de donde vive, cuando el trabajo se lo permite. En otras circunstancias, y a su edad, debería dedicarse a jugar y a estudiar. En cambio, ocupa su tiempo vendiendo mandarinas por la calle en jornadas de más de 15 horas diarias para ayudar a sus padres con el arriendo, los servicios y el mercado. En el núcleo familiar solo trabajan él y su papá, que se emplea ocasionalmente en cualquier actividad, desde construcción hasta ayudar a cargar cajas.
La realidad de Eduardo es la de muchos menores venezolanos que han desembarcado en Colombia –solos o con su familia– y que se han visto obligados a trabajar asumiendo roles que implican riesgos de todo tipo: explotación laboral y sexual, malos tratos y el acecho de organizaciones criminales a ambos lados de la frontera. Los oficios pueden ir desde la venta informal de cualquier producto a trabajos sexuales a través de webcam, contrabando y venta de estupefacientes. Algunos se desempeñan como carretilleros, trasladando maletas y bolsas de venezolanos que cruzan el Puente Internacional Simón Bolívar.
Hasta el 31 de agosto de 2021 Migración Colombia registraba 1.842.390 venezolanos en el territorio nacional. Sin embargo, una nota estadística del DANE publicada en julio pasado, fijó en 2.257.000 el número de ciudadanos de aquel país radicados en Colombia hasta 2020. El Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario cotejó el dato con la Encuesta de Calidad de Vida de 2019 –también del DANE–, según la cual el 38 % de la población migrante tiene menos de 18 años. La estimación indicaría que unos 857.660 migrantes venezolanos no alcanzan la mayoría de edad.
No hay registros de Migración Colombia, de Bienestar Familiar (ICBF) o de organismos de atención a los migrantes que indiquen cuántos niños, niñas y adolescentes venezolanos están trabajando y en condiciones de explotación laboral. Pero hay cifras que se aproximan al número de menores fuera del sistema educativo: un 44,9 %. Es decir, unos 384.898, según cálculos del Observatorio de Venezuela con base en los datos del Ministerio de Educación y del DANE.
La desescolarización, explica Lala Lovera, directora de la Fundación Comparte por una Vida, incrementa la vulnerabilidad de los niños: “Como no hay oportunidades y como no están cubiertos sus derechos, uno de los grandes flagelos es la explotación laboral. Nuestro llamado es a que haya más cupos dentro de las instituciones educativas y a que se cumplan esos derechos”, dice.
“Trabajo para comprarme mis cosas”
“En Venezuela estudié hasta séptimo grado, pero no terminé. Acá nunca he tenido el pensamiento de estudiar, y la verdad es que no sé si mi mamá tendrá los papeles para que pueda entrar al colegio”, dice Eduardo. Sin condiciones para ir a clases y sin recursos, se dejó tentar por la oferta de un colombiano que le prometió 10.000 pesos diarios por vender en la calle 40 paquetes de mandarinas.
Las jornadas empezaban a las seis de la mañana y podían extenderse hasta la madrugada, de martes a domingo, dice Eduardo. Temprano iba al mercado para recoger la fruta, y empezaba su recorrido por sectores de Cúcuta como Montebello, Torre San Diego y Llanitos, entre otros. Las bolsas de mandarinas le pesaban. “Al principio me mareaba muchísimo. Pero la verdad es que cuando uno se acostumbra ya no siente el peso”, dice.
Eduardo asegura que nunca ha sentido miedo ni ha sido robado, amedrentado o maltratado, algo excepcional. Según organizaciones que trabajan con población migrante menor de edad como la Fundación Deredez (para ayuda humanitaria) y la Asociación Unidos Por Un Mismo Fin, (presente en Norte de Santander, donde atiende a víctimas de desplazamiento forzado desde Venezuela y de desplazamiento interno en Colombia), la mayoría son sometidos a malos tratos y amenazas. Además, terminan cooptados por grupos irregulares o delincuentes de la zona.
Eduardo solo trabajó unos meses con el hombre de las mandarinas. Desistió cuando se acumularon varias semanas sin recibir salario. Entonces comenzó a vender por su cuenta en los semáforos. “Camino menos y vendo más”, dice.
Andrés* tiene 12 años. También nació en Valencia, estado Carabobo. Es tímido y de pocas palabras. Cuando le preguntan por su nombre no tiene claro en qué orden van sus apellidos. Es delgado, de piel trigueña y cabello castaño. Su rostro transmite tristeza.
Andrés vive en Cúcuta, en el sector conocido como Los Patios. Llegó hace poco más de un año con sus padres. En Venezuela estudiaba y no tenía que trabajar, pero aquí lo hace porque los ingresos de su familia solo alcanzan para el arriendo. “Trabajo para comprarme mis cosas; no he intentado estudiar porque nos vamos a regresar a Venezuela”, cuenta. Durante cinco meses Andrés perteneció también a la ‘red’ del hombre de las mandarinas. Nunca recibió salario. Ahora trabaja junto a Eduardo.
Carlos Cárdenas, colaborador de la Asociación Unidos Por Un Mismo Fin dice que esta organización tiene identificado al hombre que capta menores migrantes entre 8 y 13 años en los sectores de Juan Atalaya y Nuevo Horizonte. Según Carlos, les ofrece teléfonos celulares, ropa y zapatos a cambio de vender fruta. Eduardo y Andrés escaparon de esa red, pero todavía hay muchos niños explotados, asegura Cárdenas. La Liga Contra el Silencio intentó obtener la versión del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar sobre este y otros casos, pero no hubo respuesta.
La asociación Unidos por un mismo fin consigue mercados y les busca trabajo a las familias de niños como Eduardo y Andrés, que viven en situación de extrema pobreza en Cúcuta. Incluso ha solicitado cupos escolares, sin éxito. “Acudimos a algunos colegios, pero no les quisieron dar la oportunidad. A los niños les tocó ponerse a trabajar hasta altas horas de la noche vendiendo mandarinas y limones en las calles”, dice Adriana Barragán, representante legal de la asociación.
Familias desesperadas y Estado ausente
Ronal Rodríguez, investigador y vocero del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario dice que, por lo general, los menores migrantes venezolanos llegan a Colombia con baja formación educativa, sin su esquema normal de vacunación y con elevados niveles de desnutrición, sobre todo en la primera infancia. Su desarrollo motor, psicológico e intelectual está comprometido. Asumir desde temprana edad ciertos roles, explica Rodríguez, implica un riesgo, pues aumenta su vulnerabilidad, especialmente con la frontera cerrada. En las trochas se han reportado violaciones y maltratos a niños y niñas.
“Los niños son apetecidos sobre todo en aquellas zonas donde el Estado tiene menor presencia de la institucionalidad del Bienestar Familiar y donde los padres tienen una relación muchísimo más compleja con sus hijos”, dice Rodríguez. “Hemos encontrado que los vínculos familiares se encuentran deteriorados, o no existieron. Esto lo aprovechan las organizaciones de trata de personas”, añade.
En la mayoría de los casos los adultos de estas familias no encuentran trabajos formales por carecer de documentos. Su condición es de extrema pobreza, lo que empuja a los menores a trabajar para ayudar con el sustento. Son situaciones de desesperación que se repiten a un lado y otro de la frontera.
Le pasa a Nahirolí Urbina Moreno, de 38 años, de Villa de Cura, estado Aragua, en Venezuela. Es la cabeza de una de las tantas familias de migrantes venezolanos en las que al menos un menor de edad trabaja. Su hija de 17 años padece el llamado síndrome de mucopolisacaridosis tipo 2, una patología del grupo de enfermedades raras que la hace ver como una niña de cuatro años. Además tiene dificultades para caminar. La adolescente gana comisión por vender rifas que otorgan premios en dinero. Los compradores llegan hasta su casa, en el barrio San Rafael, de Cúcuta, un caserío de ranchos de lata a orilla de una carretera. El otro miembro de la familia, un chico de 14 años, estudia y juega al fútbol.
Nahirolí salió de su país en 2019. Llegó a Colombia buscando salud para su hija y su pareja, pero aún no lo consigue. Su compañero padece una hemiplejía izquierda causada por un impacto de bala en la cabeza que le dispararon unos delincuentes durante un intento de robo en Venezuela.
“En la casa trabajaba yo, pero me quedé sin empleo. A veces me llaman para trabajar en un restaurante los domingos. La niña me ayuda a vender rifas, con eso nos ayudamos para los servicios”, cuenta Nahirolí. Cuando logra mantener un empleo le pagan 25.000 pesos diarios. Los últimos seis meses de 2021 subsistieron con los mercados que les donaba un organismo internacional.
Falsas promesas
Ana Teresa Castillo, presidenta de la Fundación Deredez, dice que conoce testimonios de niños migrantes que viven con familiares o que viajan solos y que han caído en redes de explotadores laborales o sexuales en Norte de Santander con la complicidad de autoridades policiales.
“Ellos [los menores] llegan, duermen en la calle y grupos al margen de la ley como el Tren de Aragua (banda criminal venezolana) los captan, les dan vicio, los ponen a robar celulares y a cobrar en las trochas. Hay muchachos que están apareciendo muertos. A las niñas les dicen que van a trabajar en almacenes, pero las venden y las llevan a otros países”, denuncia Castillo.
A través de la Fundación Deredez, Castillo denunció a dos bandas de explotación de menores migrantes. La primera vez lo hizo en Cúcuta, pero recibió amenazas y tuvo que buscar protección. Ahora lo hace en Bogotá y Bucaramanga. “No pudimos hacerlo aquí [denunciar] porque [las bandas] trabajan con la Policía local y con la Fiscalía”, sostiene. Aunque algunos miembros de estas organizaciones han sido detenidos, a Castillo le preocupa que en esa región la Fiscalía de Cúcuta y la Unidad de Víctimas archivan procesos sobre explotación infantil.
Las sospechas de complicidad con redes de trata y de explotadores laborales también recaen sobre autoridades militares y policiales de Venezuela que no ejercen control sobre la identidad o edad de los menores que viajan solos desde el centro de ese país.
Según Beatriz Mora, directora del Instituto Tachirense de la Mujer (Intamujer), tanto guardias nacionales como funcionarios policiales en los retenes se han convertido en cómplices de quienes usan a los menores para explotación laboral o sexual. “Si yo me monto en un autobús, me piden cédula en todas las alcabalas (retenes). ¿Por qué a las adolescentes no? Una de ellas me decía que nunca les pidieron cédula”, dice. Algunas de estas menores habían comenzado a trabajar en webcam mostrando su cuerpo.
Mora afirma que los captores son, por lo general, ciudadanos venezolanos con conexiones en Colombia y otros países. En el caso de adolescentes que viajan solos con promesas de trabajo, les pagan los pasajes desde sus ciudades de origen hasta la frontera, en San Antonio, estado Táchira. La organización Intamujer ha atendido desde 2021 a menores de edad provenientes de los estados Aragua, Carabobo, Caracas y La Guaira. En su casa-hogar de San Cristóbal, también en Táchira, les brinda asesoría psicológica y legal en casos de explotación sexual y laboral.
Esta organización ha atendido igualmente a familias del interior de Venezuela que se han asentado en municipios del Táchira como García de Hevia, Seboruco, Francisco de Miranda, Bolívar y Ureña, donde viven hacinados en galpones divididos con cortinas. La extrema pobreza obliga a los niños a trabajar para subsistir en actividades como limpiaparabrisas o carretilleros.
A ambos lados de la frontera entre Colombia y Venezuela la situación de los menores migrantes es similar. La misma desatención por parte de los Estados y las mismas circunstancias que los convierten en carne de cañón de las bandas delictivas. En Colombia, las organizaciones que trabajan con esta población esperan la radiografía socioeconómica que arroje la puesta en marcha del Estatuto Temporal de Protección (EPTV), impulsado por el gobierno de Iván Duque. Confían en que esta herramienta permitirá por fin atajar un drama que requiere atención urgente.
*Los nombres de las fuentes fueron cambiados por su seguridad.
Este reportaje fue producido como parte de una residencia de periodistas venezolanas en Colombia, financiada por NED (National Endowment for Democracy). |