Entre la siembra y el plato media un circuito de comisionistas, cadenas de grandes supermercados, transportadores o contrabandistas, entre otros. La producción agroalimentaria en Colombia es un capítulo lleno de inconsistencias en el cual las pequeñas familias campesinas, que producen el 70 por ciento de nuestra comida, apenas subsisten.
Por: La Liga Contra el Silencio
Las plazas de mercado en Boyacá están en penumbras, pero los comerciantes mayoristas ya fijaron los precios del día. Los deciden basados en la temporada, el clima, la oferta y el ánimo. También en las noticias que llegan por celular desde la inhóspita central de Corabastos en Bogotá. Los agricultores más pequeños se inquietan, dudan, porque saben que pueden perder plata durante la negociación y que el mejor trato quizás sea adaptarse a la oferta de aquellos intermediarios que suelen ir alumbrando sus canastillas y costales con una linterna.
Entre los intermediarios hay de todo: cooperativas, asociaciones campesinas, terratenientes, comisionistas rurales, comerciantes honrados y uno que otro transportador inescrupuloso. Los intermediarios legales suelen estar bien conectados con centros de abastecimiento como Corabastos; algunos tienen línea directa y capacidad de negociación con almacenes como Jumbo, Olímpica, Éxito, Carulla y Surtimax. Negocian en efectivo para resolver la falta de bancarización campesina o aportan el transporte para trasladar los productos donde no hay vías (el 75 % de las zonas rurales en Colombia está a más de cuatro horas de alguna de las 18 ciudades principales del país).
Si nos atenemos a las cifras del Ministerio de Agricultura, el 70 % de los alimentos que se consumen en Colombia –frutas, azúcar, hortalizas, carne bovina, panela, yuca, huevo y pollo, entre otros– son producidos por economías de pequeña escala en unidades agrícolas familiares, o en minifundios donde el envejecimiento de la población es notable, de acuerdo con cifras del DANE.
Las ganancias de este circuito se concentran en pocas manos. Un pequeño propietario de Villapinzón, Cundinamarca**, propone revisar las condiciones que el grupo Éxito exige a quienes busquen ofrecer sus productos. Muy pocos agricultores, según dice, logran cumplirlas; y muchos evitan ponerse en manos de la cadena de ventas minorista más grande de Suramérica.
Entre esas disposiciones (disponibles para el lector en la página web del Éxito), el agricultor debe acreditar el régimen de IVA, pagar la retención, estar bancarizado y dar un porcentaje de reposición a los almacenes. “La cantidad de papeles que el campesino tiene que presentar lo descartan automáticamente para el proceso”, dice Alejandra Jiménez, directora de Comproagro, una plataforma digital que ayuda a los productores a llegar al consumidor final.
Otras prácticas no documentadas, similares en Éxito, Carulla, Jumbo y Olímpica, los cuatro grandes del negocio, son “políticas nacionales confidenciales”, también conocidas como Pactos de Acuerdo Comercial, según cuenta un comerciante con 40 años en el negocio de los alimentos, quien pidió no ser identificado por temor a ser “sacado del circuito”.
“En el resto del mundo”, según dice, “el porcentaje de esos pactos de negociación inicial no pasa del 7 por ciento. En Colombia no baja del 20”. Es el descuento que los grandes almacenes hacen al proveedor por asuntos logísticos (transporte, distribución), por las retenciones de ley, o por las promociones que ofrecen en cada aniversario. A esto, según el comerciante, se suma un 5 por ciento que se incluye entre los “descuentos confidenciales”: un tributo sobre el margen que tienen las tiendas para hacer negocios por su propia cuenta a través del producto. “Esto nunca sucede”. Y remata: “Por eso todo el mundo se quiebra”.
Los alimentos se reciben en consignación: los almacenes solo pagan la mercancía vendida. El resto se devuelve al proveedor. Los pagos se hacen a 40, 60 o 90 días; plazos insostenibles en las condiciones rurales, donde urge la liquidez para pagar la tienda, el jornalero, los insumos, el camión; o para preparar la próxima cosecha. En Jumbo, del grupo chileno Cencosud, dicen que pagan en 45 días, pero una fuente sostiene que suelen demorar 90.
Un emprendedor de Caldas, que pidió el anonimato, cuenta que en Jumbo “uno firma un contrato donde ellos tienen libertad de devolver los productos en caso de que las ventas estén bajitas”. Los alimentos manoseados, mordidos o dañados y sin pagar, “son costos que asume el proveedor como devolución”, dice.
Los descuentos y promociones que ofrecen los supermercados van por cuenta de los proveedores, y con frecuencia se ofrecen sin aviso. Es el caso de un boyacense productor de moras, que se enteró de repente que su producto estaba en oferta en el Éxito. Cuando reclamó le dijeron que debía ayudarlos a vender. “Y si no, ¡pues no les compramos!”, dijeron.
Para ser proveedor del Éxito se realizan visitas de auditoría que certifican los procesos del agricultor, la calidad de siembra o la elaboración de los alimentos. Estas visitas también las pagan los campesinos. En 2013, un día de auditoría costaba 800 mil pesos. “Se descuentan de la facturación de los proveedores. Con eso se le paga a la empresa auditora. Para pequeños productores resulta una carga muy pesada”, dijo una antigua empleada del almacén.
El departamento de comunicaciones del Grupo Éxito explica que uno de sus objetivos es apoyar el “comercio sostenible”. Según dicen, más de 410 proveedores han pasado por 32 capacitaciones sobre buenas prácticas agrícolas, inocuidad, calidad y procesos, entre otros. El 92 por ciento de las frutas y verduras se compra a productores nacionales, y el 82 por ciento de ese rubro se negocia de forma directa a más de 670 productores y familias campesinas, afirman desde la empresa.
Carolina Carvajal, investigadora de la Food First Information and Action Network (FIAN), una ONG con carácter consultivo ante la ONU en derecho a la alimentación, dice que el modelo de estos supermercados “recuesta todos los costos sobre los demás actores: campesinos, intermediarios y compradores”.
Si un campesino vende una lechuga en 800 pesos a un intermediario, que puede ser Corabastos, ese eslabón la puede revender en 1500 pesos a Jumbo o a Carulla. La lechuga, finalmente, se ofrece en 4000 pesos en las góndolas del supermercado. “Ese precio incluye los costos del agricultor y del intermediario; pero también los costos del funcionamiento, la ganancia y otros porcentajes agregados por la gran superficie, que se terminan cargando al consumidor. El margen de ganancia siempre está garantizado”, dice Carvajal.
Un día Mauricio Toro, representante a la Cámara por el Partido Verde, les preguntó a las cajeras de Carulla si podía pagar en 30 o 40 días los productos que llevaba en su carrito. La escena forma parte de un video pedagógico que busca señalar un absurdo: el de tener a pequeños proveedores esperando su paga durante tres, seis o nueve meses. El esquema, según Toro, es legítimo pero absurdo. “Porque pauperiza y empobrece a los más débiles de la cadena; acaba con la productividad, y los consumidores pagamos el incremento en el precio de los productos”, dice.
La Liga recibió quejas de algunos proveedores por incumplimiento, pero los voceros del Éxito sostienen que los proveedores de frutas y verduras “reciben pagos semanales”. La compañía añade que tiene “plazos menores o iguales que otras empresas del sector en el país”.
“Ellos [las grandes corporaciones y supermercados] nunca pierden; si acaso dejan de ganar, que eso es distinto”, dice Hernán Vanegas, productor de fresa y tomate en Santa Elena, Antioquia.
La sombra de lo ilegal
Corabastos es el intermediario más poderoso entre el campo y los mercados urbanos. Situado al suroccidente de Bogotá, es un complejo de 420 mil metros cuadrados ubicado en una zona deprimida de la localidad de Kennedy. Es la plaza mayorista más grande de Colombia y la segunda en América Latina. También es el lugar donde se regula el precio diario de los alimentos a nivel nacional, calculado a través de un sistema de promedios conocido como SIPSA. Allí convergen todos los protagonistas de esta historia.
Para negociar en Corabastos se requiere agilidad, contactos y músculo financiero. Lo normal es encontrar personas “fiables en los negocios”, sin embargo, también ha habido accionistas con graves antecedentes penales y en estas bodegas se han cometido asesinatos y se han decomisado cargamentos de drogas y armas.
No sobra recordar que por la central de abasto pasó el narcotraficante Marco Antonio Gil, alias “El Papero”. Y que allí extorsionaron “Nacho Molina” y el fallecido Carlos Antonio Angulo, alias “El Pollo”, sicarios que ajustaban cuentas en el centro de acopio bajo las órdenes de Daniel ‘el Loco’ Barrera, un paramilitar extraditado a Estados Unidos.
Un productor de cebolla cuenta cómo es su rutina en esta central. En promedio, dice, reúne 50 kilos de cebolla larga y alguna plata para el camión. Cuando llega a Corabastos, un comisionista le indica dónde estacionar y suele pactar de palabra un precio por la carga de cebolla. La mayoría de veces las condiciones “fluctúan” y el comisionista baja el precio sin posibilidad de negociar. El productor, otra vez, se ve obligado a aceptar.
“Las pérdidas en mi región ascienden a unos 500 millones por cuenta de esos pícaros”, dice Orlando Molina, líder papero boyacense. Molina añade que los productores no tienen defensa ante estos casos. “Ni siquiera el Ministerio de Agricultura, ni el Distrito, ni la Gobernación de Cundinamarca, que tienen un 47 por ciento de las acciones de Corabastos”. El 52,8 por ciento restante pertenece a privados.
Miguel Alarcón, miembro de la junta directiva de Corabastos, reconoce el problema y dice que desde hace poco hay una oficina de Atención al Agricultor o al Proveedor donde se pueden presentar los reclamos. “Ese es un tema grueso. Ahora con la oficina la central va a poder ayudar al proveedor a identificar al dueño o al arrendatario del local donde tuvo problemas y puede haber sanciones”, dice.
Media docena de agricultores entrevistados en Cundinamarca, Boyacá y Antioquia coinciden: las plazas de mercado en sus pueblos, las centrales mayoristas y los supermercados no son opciones viables para mercadear. Prefieren dejar sus productos a la entrada de sus fincas para que pase un transportista y las recoja a cualquier precio.
La alternativa es buscar comisionistas fiables, quizá alguna organización o cooperativa que haga el enlace con el consumidor, como sucede en otros países gracias a un movimiento que apuesta por la agroecología sostenible y el comercio justo.
Lo que sucede en Corabastos, según la economista Carmen Saldías, tiene “características de una economía feudal, a veces, y otras de una clase mercantil extractiva casi pirata”. Estos intermediarios, según ella, no agregan valor. “Agotan la utilidad del más débil para luego cobrársela abusivamente al consumidor. Es un mercado todavía muy imperfecto, con condiciones muy desiguales y con información muy asimétrica”, dice.
Entre tanto, Corabastos no detiene su crecimiento, y maneja hoy entre 12 y 14 mil toneladas diarias de alimentos, según informes de gestión de la central. Es decir, una operación de dos millones de dólares diarios en promedio, según un documento del Centro de Estudios de Periodismo de la Universidad de los Andes (la cifra, debido a la informalidad, no es del todo confiable).
Por su parte, el gran agente en esta cadena, el grupo Éxito, tuvo utilidades netas por 279 mil millones de pesos en 2018. Se trata de un incremento del 28,3 por ciento con respecto al año anterior, apoyado sobre todo en sus operaciones inmobiliarias y de ventas en Brasil, Uruguay y Argentina, según cifras publicadas en la página del grupo empresarial.
La herencia de la apertura
En Colombia vivimos hasta los años noventa bajo un modelo proteccionista de la agricultura. Un estudio de 1989, elaborado por el Ministerio de Agricultura y el Departamento de Planeación Nacional, indicaba que para ese año el país era autosuficiente en la producción de alimentos de la canasta básica.
Pero las cosas cambiaron. Durante el gobierno de César Gaviria, dentro de la lógica de la apertura económica, se desmanteló el Instituto de Mercadeo Agropecuario (IDEMA), junto con otros sistemas nacionales como las Unidades Municipales de Asistencia Técnica o el Plan Nacional de Rehabilitación. Un informe de 2011 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) asegura que, gracias a este tipo de decisiones del gobierno Gaviria, el andamiaje agroalimentario construido en los sesenta y setenta “feneció”.
El representante a la Cámara por Boyacá, César Pachón, coincide con el PNUD: “El IDEMA fue un sistema muy importante para el campesinado. Nosotros llevábamos los granos, los cereales y el IDEMA los compraba. No había intermediación ni se inflaban los precios. Y a los campesinos nos pagaban a un precio de sustentación, por encima de nuestros costos de producción”, afirma.
Supermercados como Carulla, Olímpica o el Éxito empezaron su expansión en los noventa. Más tarde aterrizaron grandes capitales franceses, holandeses y chilenos, e importaciones de más y más productos nuevos, incluso muchos que ya teníamos. También bajaron los precios y cambiaron no solo los patrones de consumo de los colombianos, sino los patrones de comportamiento.
Según un veterano operador de logística, que pidió anonimato, las dos grandes falencias de la apertura fueron no amortiguar el poder de los monopolios empresariales, y el hecho de que los grandes capitales extranjeros llegaron para invertir en negocios ya existentes. “Pero no innovaron”, dice. El resultado fue una concentración de la oferta que derivó en una “estructura de precios injusta y en un panorama de comercialización disfuncional para los campesinos, sujetos cada vez más a factores como las condiciones de los tratados de libre comercio, los precios del petróleo o la subida del dólar”.
Para el antropólogo Darío Fajardo, quien formó parte de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, el nuevo escenario fue un claro retroceso: “Pasamos de ser autosuficientes a importar actualmente 15 millones de toneladas de alimentos de países más ricos, con mucha más investigación y protecciones especiales a sus productores”. Los campesinos, considera Fajardo, pasaron a un escenario suicida. “Están arrinconados, sin representación política, y a merced de grandes transnacionales y almacenes de grandes superficies”.
“En Colombia nos acostumbraron a que los grandes almacenes eran intocables por ser grandes generadores comerciales”, dice el operador logístico. Según él, una cadena como el Éxito, que acapara el 70 por ciento del negocio en tiendas, “hace básicamente lo que quiere”. Esta y otras seis fuentes consultadas dicen que dentro de los Pactos de Acuerdo Comercial hay una diversidad de prácticas “desventajosas” ignoradas por entidades como la Superintendencia de Industria y Comercio.
La Liga preguntó por la naturaleza de los pactos de acuerdo comercial (PAC) al Grupo Éxito. Sus voceros se limitaron a responder que “los asuntos resultantes de estos planes se producen de mutuo acuerdo con los proveedores”. Y aunque añadieron una lista de apoyos al desarrollo de proveedores, quedan varias inconsistencias por resolver.
Por ejemplo, el caso del cacao, donde los campesinos se quedan con el 5 por ciento del precio final, mientras las grandes cadenas comerciales y la industria reciben el 70 por ciento. Esto según cifras tomadas de un estudio elaborado en 2017 en Perú, Colombia, Ecuador y República Dominicana por Swisscontact, una organización dedicada a temas económicos y de cooperación internacional.
Para Juan Carlos Morales, médico y director de la FIAN Colombia, la primera organización internacional que aboga por el derecho a una alimentación adecuada, no se debería “demonizar a la gran industria”. Pero advierte que sí se deberían abrir varias interrogantes. Por ejemplo, ¿cómo desmontar el mito de que la gran agroindustria es la mayor productora de alimentos, cuando en realidad son pequeñas economías campesinas integradas en un 60 o 70 por ciento por mujeres?
En segundo lugar, Morales propone fomentar la curiosidad y la duda en el consumidor e informarlo mejor sobre la cadena de producción alimentaria. Infortunadamente, dice, un puñado de actores muy poderosos son los que han decidido a nivel mundial qué comida se produce, cómo se produce, quiénes la producen, dónde se distribuye y cuánto debemos pagar por ella “Es decir, cómo nos nutrimos, o nos ‘malnutrimos’”, dice.
Para Morales el valor de los alimentos trasciende “el enfoque referido a lo monetario, a lo económico”, y critica la forma en que la industria de alimentos ha privilegiado la producción y el mercadeo de pocas variedades a costa de la homogenización de la dieta y de la pérdida de biodiversidad. El 75% de las variedades agrícolas del mundo ha desaparecido en el último siglo y eso ha afectado la transmisión de conocimientos ligados a los alimentos.
Para un comerciante de alimentos, que también prefirió no ser identificado, en este asunto falta la acción oficial. “Al Estado colombiano solo le interesan los productores industriales. Los grandes almacenes y sus aliados gremiales, en FENALCO, FEDEGAN, ASOCAÑA, FEDEPAPA o ASOARROZ”, dice.
Múltiples organizaciones solidarias en Colombia intentan revivir los mercados locales, con productos orgánicos o agroecológicos. También han surgido cooperativas y asociaciones que buscan educar a los productores en técnicas de riego, semillas y prevención de plagas; o entrenarlos para darle valor agregado a su mercancía con capacitaciones sobre el empacado, las variedades de productos y los tiempos óptimos de cosecha. Pero el representante César Pachón advierte que aún falta mucho acompañamiento. “Estamos muy solos. Nadie responde por los campesinos. Produce tristeza llegar a un almacén Makro en Tunja y encontrar arvejas de Argentina y zanahorias de Chile, cuando alrededor de ese almacén hay lotes sembrados de arvejas y zanahoria. Dios mío, ¿qué está pasando acá?”.
* La Liga contra el Silencio contactó con el área de Relaciones Públicas de Cencosud, pero el grupo empresarial chileno rechazó participar en este reportaje. Tampoco hubo respuesta de Mauricio Correa, gerente nacional de mercadeo del grupo Olímpica.
** En la primera versión de esta historia escribimos que Villapinzón pertenece a Boyacá. Lo correcto es Cundinamarca. Lamentamos el error.